martes, 19 de mayo de 2015

Intervención de Ovidio Rozada en el homenaje a las víctimas asturianas de los campos de concentración nazis

Estamos en el 70 aniversario de la derrota de las potencias del Eje. El horror nazi y el ascenso de los regímenes fascistas han quedado para la posteridad como la máxima expresión de los aspectos más oscuros y siniestros de la condición humana, representados por las prácticas genocidas y los campos de exterminio. No fue sin embargo el genocidio cometido por los nazis el primero ni el último. Las atrocidades de los conflictos postcoloniales, los golpes de estado en América Latina, las guerras de Oriente Medio, el napalm y el agente naranja vertidos sobre la población vietnamita o el terror del Estado Islámico,  jalonan la segunda mitad del siglo XX y el arranque del XXI, recordándonos con toda crudeza que el horror no puede ser definitivamente conjurado. Ni siquiera las prácticas eugenésicas, la legitimación pseudocientífica de la supremacía racial o el campo de concentración (triste aportación española, esta última) fueron invenciones originales de los nazis. Lo que sí representan el nazismo es la más refinada tecnología de la muerte jamás creada, desatada en el corazón de la civilizada Europa. Campos de trabajo, canteras de granito, donde judíos, gitanos, minorías religiosas, disidentes políticos eran obligados a trabajar hasta la extenuación y la muerte en condiciones de esclavitud, arrancando la piedra con que los arquitectos nazis dieron cuerpo monumental a sus delirios megalómanos. Duchas de gas y hornos crematorios concebidos para asesinar y hacer desaparecer los restos de multitudes. La ciencia, la técnica y el ingenio más avanzado puestos al servicio de la sinrazón; de un fin aberrante. La máxima expresión de la razón de los medios, la razón aplicada a lo puramente instrumental, sustraída a la racionalidad de los fines. No es de extrañar que Theodor Adorno concluyera que después de Auschwizt, la astucia de la razón, la fe en el progreso como hilo rector de la historia, se habría convertido en una broma macabra.

Cuando se cumplen 70 años de la derrota del nazismo y el fascismo, es de justicia rendir tributo a los más de 9000 españoles, muchos de ellos asturianos, que padecieron el terror de los campos de exterminio. Eran hombres, mujeres y niños que se habían visto obligados a huir de España tras el triunfo del franquismo. Eran los republicanos, los demócratas que tomaron las armas para defender a la II República, al gobierno legítimo de España frente a los insurrectos cebados económicamente por los grandes terratenientes y las oligarquías empresariales, cruzados de la reacción bajo la bula de los sectores más ultramontanos de la Iglesia, y apoyados masivamente por el Régimen Nazi.

No podemos olvidar que nuestra Guerra fue la antesala de la II Guerra Mundial; que el fascismo en armas tuvo su banco de pruebas en la conflagración bélica que ensangrentó nuestro país, en la que intervinieron activa y decisivamente los ejércitos alemanes, suministrando armas, tropas y financiación al ejército sublevado, ante la inhibición de las principales potencias democráticas,  que miraron para otro lado aferrándose a una neutralidad cómplice.

Tras la victoria del bando rebelde, los republicanos marcharon al exilio, acabando muchos en Francia y otros países europeos. Lejos de cejar en su compromiso social, al producirse la ocupación nazi y al desatarse la II Guerra Mundial, se unieron a los movimientos de resistencia, a los partisanos, y lucharon para salvar allí donde estaban lo que les había sido arrebatado en España. Muchos y muchas cayeron o fueron apresados. El régimen franquista les retiró la consideración de españoles, reduciéndolos a la condición de apátridas y dejándolos a merced del III Reich y sus satélites, que recluyeron a más de 9.000 de nuestros compatriotas en sus campos de exterminio. Pero lejos de resignarse, en mitad del mismo corazón de las tinieblas, dentro de los campos en que habían sido encerradas y obligadas a trabajar más allá de los límites de su resistencia en las canteras, sometidas a vejaciones y experimentos médicos sádicos y delirantes, aquellas personas organizaron redes de apoyo para la totalidad de los prisoneros, sin distinción de raza ni nacionalidad, logrando incluso introducir y distribuir alimentos y medicamentos, ayudando con ello a sobrevivir a cientos. Aquellos españoles mantuvieron viva la llama de la esperanza, confiando siempre en la victoria final sobre el fascismo en armas. No fue casualidad que cuando las tropas norteamericanas liberaron Mauthausen, las banderas del III Reich habían sido arriadas, al tomar los reclusos el control del campo tras la huida de los guardias, y tremolaban en su lugar banderas tricolor de la II República. Un hecho de significación comparable a que a la cabeza de las tropas que liberaron París, iban soldados españoles. Y no podemos dejar de recordar que sus testimonios fueron claves para la condena de los jerarcas nazis en los juicios de Nuremberg. Especial mención merece el fotógrafo Francisco Boix, superviviente de Mauthausen, donde logró tomar toda una serie de fotografías que sirvieron para sustanciar la acusación y condena de Albert Speer,  auténtico diseñador de las estructuras y protocolos de los campos de exterminio, que consagró su habilidad como arquitecto a traducir en planos y proyectos constructivos las aspiraciones megalómanas de Hitler.

Las y los españoles que lucharon contra la barbarie nazi reciben hoy honores como de héroes de guerra en varios países de Europa, mientras que en España apenas sí se les recuerda; otra expresión de la lamentable amnesia histórica que se han fomentado en nuestro país, como lo que  ocurre con las miles de víctimas de la represión franquista, que aún hoy reposan en las cunetas y en numerosas fosas comunes a la espera de reparación y justicia.

Cuando se cumplen 70 años de la derrota de las potencias del Eje, no podemos olvidar que el fascismo es la expresión del odio al diferente. Del odio al judío, al gitano, a los disidentes políticos, a las homosexuales… a cualquier grupo que constituya una minoría, y que ante una situación de crisis social es convertido en víctima propiciatoria a la que se responsabiliza de la totalidad de los males. El fascismo es el odio de quien está abajo en el escalafón social hacia quienes están a su lado o están aún más abajo. Es el direccionamiento de la rabia colectiva, ante una situación de descomposición, que se enfoca sobre un sector débil de la sociedad, mediante el recurso al racismo y a la xenofobia como elemento aglutinante de sectores populares a través de la lógica perversa de la raza o la etnia como unidad de destino, ocultándose absolutamente el papel de las élites económicas o políticas.

No podemos olvidar que el ascenso del nazismo se produjo tras el Tratado de Versalles, por el que todo un pueblo, el pueblo alemán, fue hecho responsable de la devastación de la I Guerra Mundial que desataron las aspiraciones coloniales y las políticas de las oligarquías que dominaban Europa, y fue sometido a la asfixia económica y a la humillación. No podemos olvidar que en aquellos años se impusieron unas políticas de austeridad, que hoy nos resultan tremendamente familiares, cuyas consecuencias fueron el empobrecimiento de las mayorías, el aumento del desempleo y de las desigualdades, y una crisis del modelo de sociedad y de la propia democracia como referencia simbólica. Tampoco podemos olvidar que el fenómeno del fascismo arranca tras el fracaso de las tentativas de transformación social impulsadas en los años veinte y treinta por las fuerzas progresistas, y que se saldaron con la desunión y enfrentamiento del campo popular, que allanó el camino para la llegada al poder de Hitler.

Se cumplen 70 años de la derrota del nazismo y de las Potencia del Eje. Hoy, de nuevo, las mal llamadas políticas de austeridad, que son en realidad un austericidio consistente en socializar las pérdidas de los grandes capitales y del sector financiero a cuenta de los derechos sociales y del estado del bienestar, barren Europa incrementando la desigualdad y expandiendo la desafección política y la desesperanza entre las mayorías sociales. Se cumplen 70 años de la derrota del nazismo, y se pretende hacer cargar sobre las espaldas de la ciudadanía del sur de Europa la responsabilidad de la crisis económica que han generado las políticas de la especulación y las burbujas, acusándola de haber vivido por encima de sus posibilidades. Y vemos cómo un gobierno democráticamente elegido, el gobierno de Syriza en Grecia, es objeto de presiones continuadas por parte de organismos ajenos a cualquier solvencia democrática, para tratar de obligarlo a torcer el mandato recibido por  su pueblo y abandonar el programa con el que ha ganado las elecciones para proseguir con las políticas que han traído la penuria y el desastre sobre la mayoría de la población.

El fascismo es el monstruo que aparece cuando lo viejo se desmorona o agota, y lo nuevo no consigue nacer. Un monstruo que se nutre de la desesperación y que resulta tremendamente dócil a los intereses de los de arriba, puesto que fragmente y enfrenta a las capas populares. Es el monstruo que gravita sobre quienes dicen que los inmigrantes destruyen nuestro sistema sanitario, pero ignoran el fraude fiscal de las grandes empresas y fortunas; es el monstruo que planea cuando alguien piensa que las víctimas de la estafa bancaria son culpables de haber vivido por encima de sus posibilidades. En suma, el fascismo, el nazismo, es el fantasma que galopa a lomos de la pulsión de muerte que se desata cada vez que la desafección, la quiebra social y la desesperanza hacen su aparición. Han transcurrido 70 años desde la derrota del horror nazi, a los demócratas nos corresponde luchar para que su negra sombra no vuelva a tender su velo de horror sobre la Tierra.

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